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El último viaje de Bécquer

Aquel joven inquieto, criado en los alrededores de la parroquia de San Lorenzo, de mirada misteriosa y pluma ligera y que con tanta gala y orgullo lleva el sevillano, no es para menos, pues sus letras quedaron para la eternidad tras su muerte el 20 de diciembre de 1870, aunque aún le quedaba por realizar un último viaje.

Hace poco, ha sido el aniversario de la llegada de los restos mortales de los hermanos Bécquer, un 10 de abril de 1912, desde Madrid. Las crónicas, nos han dejado detalles dignos de uno de sus relatos, pues aquellos restos llegaron en tren a la antigua estación de Córdoba, hoy conocida como Plaza de Armas, buscando el descanso eterno en su ciudad natal, tras un largo viaje en tren, como aquellos que escribía el poeta.

Las fotografías de aquellos días en que los sevillanos recibieron los restos del pintor y del poeta, son el reflejo del amor que se profesaba a los Bécquer. Podemos apreciar un maravilloso cortejo fúnebre, del más estilo becqueriano, increíblemente recibido por el pueblo sevillano. El traslado de los restos a la cripta de la Iglesia de la Anunciación, en Sevilla, fue informado por las Academias de Buenas Letras y Bellas Artes y las gentes invadieron las calles, para dar su último adiós a los dos hermanos. La comitiva, discurrió desde la Parroquia de San Vicente, hasta la Iglesia de la Anunciación de la Universidad de Sevilla, atravesando las conocidas Plaza del Duque y Plaza de la Campana. Los restos, fueron depositados en la cripta del templo universitario y en 1972, estos fueron trasladados al Panteón de Sevillanos Ilustres.

Parece que las coincidencias en los nombres, persiguieron la vida de los hermanos Bécquer. Nacieron y crecieron en el barrio de San Lorenzo y el día de sus muertes, ambas en 1870, con apenas tres meses de diferencia, sus cuerpos fueron depositados en la Sacramental de San Lorenzo, en Madrid. Desde este lugar, fueron exhumados para regresar a Sevilla. Tras la celebración de la capilla ardiente, en la estación de Córdoba el día 11 de abril de 1912 y debido a las inclemencias meteorológicas, provocadas por la intensa lluvia que caía sobre la ciudad, era imposible realizar el traslado como estaba previsto, por lo que tuvieron que buscar amparo en la Iglesia de San Vicente, concretamente en la capilla de las siete palabras, donde pasaron la noche, otra coincidencia del destino, pues fue en este sevillano barrio, donde vivió el poeta por última vez en una de sus casas, antes de su partida a Madrid. Tantos misterios encierran las siete letras de su nombre, como que un eclipse de sol sucedió en la ciudad el día de su muerte o que quemó, no sabemos si por miedo o por pudor, unas cartas antes de morir.

Gustavo Adolfo Bécquer en su lecho de muerte, Vicente Palmaroli, 1870. Museo Nacional del Romanticismo.

Debemos agradecer, el soberano esfuerzo que le llevó a D. José Gestoso, poder trasladarlos hasta su ciudad natal, tras un largo y complicado proceso. Sus restos salieron desde Madrid, pero tuvieron que pasar mas de cuarenta años desde su muerte, para que se cumpliesen en parte, las últimas voluntades del poeta: «En Sevilla y en el margen del Guadalquivir, que conduce al convento de San Jerónimo, hay,…». Si paseamos por el parque del Alamillo, podemos encontrar en homenaje al Gustavo Adolfo, una cruz de mármol blanco, simbolizando la posible localización donde deseaba ser enterrado. Nuestras calles y plazas, lo recuerdan con decenas de lápidas y monumentos, que se distribuyen por Sevilla, en su casa natal, en la venta de los gatos o donde aprendió a leer y a escribir. Hoy solo queda el polvo de sus huesos, y aquellas urnas dónde el pintor y el poeta descansan en el panteón, recibiendo las ofrendas de sus más fieles admiradores, flores y poemas.

Los dibujos que ilustran este artículo, han sido cedidos por el pintor sevillano, Ricardo Gil, os invitamos a conocer más acerca de su obra.

¿Te has quedado con ganas de conocer más acerca de los Hermanos Bécquer en Sevilla?, puedes andar tras sus pasos por la ciudad en uno de nuestros próximos itinerarios o disfrutar de alguno de nuestros servicios culturales, no dudes en contactar con nosotros.

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San Hermenegildo nos espera en el Museo de Bellas Artes

Se acerca el fin de semana e imaginamos que estaréis buscando algún plan. La meteorología nos anuncia un fin de semana de lluvia en Sevilla y que a pesar de ser una maravilla, como se dijo en la traducción de My Fair Lady de George Cukor, os invitamos a resguardaros entre los muros del Museo de Bellas Artes de Sevilla y descubrais la Obra Invitada, en la sala IV del museo.

Hoy os traemos la talla de San Hermenegildo, magníficamente intervenida por el restaurador sevillano Carlos Peñuela Jordán. La imagen se encontraba en unas condiciones lamentables, debido a su situación en el oratorio de la puerta de Córdoba, supuesto lugar de encarcelamiento.

Esta imagen de San Hermenegildo sedente, data del siglo XVI, es anónima y se relaciona con el entorno de Juan Bautista Vázquez, el viejo. Como podéis observar en las fotografías, porta los elementos del martirio relacionados con este santo. Su delito, convertirse del arrianismo al catolicismo. Son visibles varios símbolos de su martirio, ya que fue hecho prisionero y más tarde decapitado. Porta las cadenas a sus pies y el hacha sobre su cabeza, es tocado con corona de rey y en su mano derecha sostiene un crucifijo, donde clava su mirada, manteniendo un dialogo con el crucificado, reafirmando de esta manera su apoyo al catolicismo.

Su cabeza estuvo dando tumbos alrededor de España, ya que al parecer se protegió y se escondió, apareciendo más tarde en la Catedral de Zaragoza, hoy se encuentra en el relicario del Monasterio del Escorial, mandada por las religiosas que la custodiaban al rey Felipe II, ya que es Santo Patrono de la Monarquía Española.

Lo podéis encontrar en la sala IV, junto al retrato de Cristóbal Suárez de Ribera, realizado por Velázquez, para la tumba del religioso en la iglesia de San Hermenegildo. Prestar atención al escudo que aparece en el retrato, ya que podréis encontrar los símbolos del martirio de San Hermenegildo. Por último y tras ver estas dos obras, os invitamos a deleitaros con la obra de Francisco de Herrera, el viejo, de la Apoteosis de San Hermegildo, realizado sobre 1620.

Esta obra invitada, estará expuesta hasta el 31 de mayo, fecha en la que San Hermegildo regresará al oratorio de la puerta de Córdoba, pero esta vez preservado de las inclemencias y de los agentes externos, ya que se conservará en una urna de metacrilato, para que la talla no sufra.

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El último toro del Pasmo de Triana

Un disparo seco, callado por el ruido de un motor, retumbó en el despacho del Cortijo Gómez Cardeña. El Pasmo de Triana, acababa de matar a Juan Belmonte. Fue un 8 de abril de 1962, a pocos días de cumplir los setenta años un 14 de abril, al que nunca llegó.

Del 72 de la calle Feria, Juan Belmonte vivió una infancia marcada por el hambre y la miseria, debiendo ayudar a su padre en su negocio a temprana edad. Dejó el colegio, pero eso no le impidió ser una persona culta, como más adelante descubriremos. De la feria, se mudó aún siendo un niño a Triana, barrio con el cual se sentirá identificado y dónde comenzará su afición por el toro. Vivió entre la calles Castilla y la Plaza del Altozano. Buscando un porvenir en el arte de la lidia, tomando la alternativa en 1913, un año después de que lo hiciera José Gómez, Gallito. Fracasó en su debut en la Maestranza, no dandole las glorias que él deseaba, pero su constancia y el hambre pudieron con el miedo que le tenía en sus inicios al toro, como relató a Manuel Chaves Nogales, en una de las mejores biografías del torero, Juan Belmonte matador de toros. Alcanzó joven el éxito por sus enfrentamientos con Gallito, que le ascendieron al Olimpo de la tauromaquia convirtiéndose en una de las mejores figuras de la historia de los toros.

Juan Belmonte y José Gómez en Madrid.

Gusta el enfrentamiento entre ambas figuras de la edad de oro del toreo, pero la rivalidad no fue mas allá que la del ruedo y los pitones del toro. Eran amigos en la intimidad como se ha podido saber, a pesar de que los aficionados estuvieran enfrentados, partidarios de Belmonte y partidarios de Gallito. Tanto trascendió esta amistad fuera de los ruedos, que compartían amistades y compañía en sus viajes. Dicen que Belmonte no volvió a ser él mismo desde la fatídica tarde de Talavera, donde su amigo José, expiró como el Cristo al que Juan le rezaba. Quebró la temporada del diestro y el genio se sintió huérfano de otro genio.

Juan Belmonte en plata, Zuloaga, 1924.

De carácter introvertido, callado, misterioso, con una fuerte personalidad y un hombre culto, así lo han descrito los que lo conocieron. Muy relacionado con los autores de la generación del 98, miembro de la tertulia de la calle Sierpes, los Corales, se rodeó de escritores y artistas de la talla de Hemingway, Ortega y Gasset, Valle Inclán Romero de Torres o Zuloaga, el cual le realizó varios retratos. Gustaba de realizar fiestas y tertulias en su cortijo rodeándose de libros y cultos amigos.

Tal día como hoy, disparó su pistola, en un suicido romántico, no por amores si no, por la meticulosa manera de proceder a el. A mi, siempre me gusta recordarlo en el salón de su casa o en el estudio, bajo la atenta mirada que pintara Zuloaga, de aquel torero que fue, mientras envuelto entre volutas blancas del humo de un habano, se perdía entre las hojas de cualquier libro que cayera en sus manos.

«Existe una identidad entre el amor y el arte, en ninguna de las dos cabe la voluntad», Juan Belmonte.

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La casa del magnolio. En memoria de Fernán Caballero.


Postal Colección Tomás Sanz 147 – Estado Actual (7 de abril de 2021)

Ya no se divisan las ramas del magnolio asomar por encima de la tapia encalada de la vivienda donde vivió y murió Cecilia Böhl Faber, pero allí queda el recuerdo de que una escritora, más conocida por Fernán Caballero, pasó sus últimos días en aquella casa de la calle que hoy lleva su nombre. Hoy, 7de abril, en el aniversario de su fallecimiento, he querido recordarla, visitando su casa en esta tarde de abril.
Nació en Suiza, de padre alemán, que fuera cónsul en Cádiz y de madre gaditana, la también escritora Francisca Larrea, mas conocida como «Frasquita». De esta última toma el gusto por las letras y recibe su total apoyo, que le lleva a publicar sus primeros escritos. Cecilia decide no usar su nombre y toma su pseudónimo de la ciudad de Fernán Caballero en Ciudad Real, la cual conoció en uno de sus viajes a través de España y que llamó su atención.
En su obra es apreciable como presta mucha atención a la rica diversidad cultural de los españoles, así como su manera de hablar, la cual reproduce en sus novelas, y que aprecia, fruto de nuestro rico castellano. Su obra refleja el costumbrismo de la época, algo alterado, ya que se toma licencia para introducir ciertos matices pintorescos. También son visibles sus fuertes creencias catolicas, así como su manera de ver la familia desde un punto y que describe a la perfección en sus obras.

Monumento mandado realizar por los Duques de Montpensier, en memoria de Fernán Caballero y colocado en la casa donde falleció la escritora.
Lápida que recuerda el fallecimiento del pintor D. José García Ramos en la vivienda número 14 de la Calle Fernán Caballero.

Sus obras beben de la esencia de nuestra tierra, tomando como fuente de inspiración sus gentes, sus calles y plazas, como podemos disfrutar en su aclamada obra «La Gaviota» o en «Lágrimas», pero me gustaría prestar especial atención a este pequeño librito titulado «El Alcázar de Sevilla», donde nos muestra uno de sus paseos por el palacio, por el que se muestra muy interesada y curiosa acerca de las obras, la historias y los secretos que sus muros guarda.

El Alcázar de Sevilla, Fernán Caballero, 1867
Podéis leer sus páginas al pulsar sobre el libro.

El pintor sevillano Valeriano Bécquer, hermano del poeta, retrata a la novelista en esta obra, donde aparece sentada y con un libro entre sus manos, se encuentra actualmente expuesta en el Museo del Romanticismo de Madrid.

En Sevilla, tenemos otro de sus retratos, pertenece a la colección del Museo de Bellas Artes, fue realizado por el pintor Eduardo Cano De la Peña, actualmente no se encuentra expuesto, pero podemos disfrutarlo aquí.

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Uvas de sangre

Tras la misa de diez en la capilla de San Isidro, que se encontraba al lado del cementerio, una mujer vestida de negro sale a paso ligero y tras varios minutos andando se detiene frente al dintel de una panadería, levanta los brazos y se arregla el rodete de pelo negro. Antes de entrar ya podía oler el aroma del pan y el perfume de la canela, que le advertían que se estaban horneando dulces, pero su olfato no los alcanzaba a distinguir. 

Sonó la campanilla que había sobre la puerta de la panadería y pudo ver sobre el mostrador los panes, dispuestos en hileras y al lado de estos un cesto de mimbre con galletas y magdalenas recién horneadas. 

—Buenos días Luisa, te echaba de menos—dijo el panadero. 

—No hablemos mucho Guillermo, dame un pan blanco y te dejo aquí las pesetas, que no quiero causarte problemas. 

—No mujer, aquí estamos todos en contra de lo que está pasando en el pueblo. 

—Lo se Guillermo, pero lo de Andrés está muy reciente, no hemos podido ni enterrarlo. ¡A saber dónde lo habrán tirado esos canallas!. Por eso he ido hoy a misa, a rezar por su alma y para ver si el cura podía ayudarme, ya que tenían tanta amistad. 

—¿Cómo está el pequeño Luis?—preguntó el panadero. 

—Aun no sabe nada. Le he tenido que decir que se ha ido unos días al monte a preparar leña para el invierno. 

Mientras decía aquellas palabras se le precipitaban unas lagrimas por las mejillas, nada más que de pensar en cómo decírselo a su hijo Luis.

—Deberías decírselo, no vaya a ser que se encuentre con el mal nacido de su tío Antonio y le diga algo. 

—Lo que hizo ese cobarde lo pagará, te lo juro. Intentaré decirle algo durante la comida. Corre Guillermo, dame el pan, que no quiero que me vean mucho tiempo fuera de casa.  

—Con Dios Luisa.

—Adiós Guillermo.

Cuando Luisa llegó a casa, se encontró a Luis jugando con las gallinas en el corral. Estaba con los mofletes colorados y su pelo castaño alborotado. El niño tenía doce años y entre semana estaba con Don Anselmo, el cura, aprendiendo a leer y escribir, ya que su padre no quería llevarlo a la viña porque lo veía muy flaco y prefirió que fuera todas las mañanas a aprender a leer con el cura.

—Luis, Don Anselmo me manda saludos. 

—Mañana me va a reñir, no me has dejado ir hoy a misa y sabes que los domingos son el día de Señor.  

—No te va a reñir, ¡anda ven aquí!. 

La madre con un gesto cariñoso sacó un pañuelo blanco de su bolsillo y mojándolo con un poco de saliva se lo frotó por las mejillas para limpiarle los churretes que tenía. 

—Siéntate hijo, tengo que contarte algo. 

—¿Qué pasa mama?

—Luis, padre no está en el monte. 

—Entonces dónde esta padre?

—Padre ya no está con nosotros—le dijo su madre con lagrimas en los ojos. 

El niño apretó los puños, asintió con los ojos rojos y se quedó callado bajo la sombra de la parra que los cubría. 

—Madre, sé lo que está pasando, están matando a gente, lo escucho por las noches, siento los disparos. 

—Si hijo, el tío Antonio el otro día…  

—Quiere la viña, me lo dijo padre—le interrumpió Luis.

—Sí y fue a las autoridades y lo denunció, dijo que era comunista, cuando tu padre nunca se ha metido en estos líos. Él su labranza y su casa. Pero ahora toca ser fuertes Luis, tienes que ayudarme hijo, ya buscaremos venganza por lo que ha hecho tu tío Antonio. 

En ese momento el niño abrazó a la madre y salió corriendo, sin comer y con lo puesto. 

Ya estaba cayendo el sol, eran los últimos rayos de aquella tarde de otoño y Luis todavía no había regresado. Su madre estaba preocupada, pero pensaba que estaría paseando cerca de los molinos, como solía hacer por las tardes con su padre. En las ascuas encendidas, le tenía el puchero, dentro de una orza de barro, para que se conservara caliente para cuando llegara. Se levantó para avivar el fuego, esperando su regreso y de repente escuchó un ruido sordo, sonó más cerca de lo habitual de aquellas noches. Corrió bajo la luz de la luna, ella tenía un presentimiento, algo había sucedido. Llegó hasta donde el corazón le había guiado, frente a la casa de su cuñado Antonio, sabia que Luis estaba allí, lo sentía. En la puerta vio una sombra. Cuando se acercó vio los ojos del asesino de su marido. Estaban inmóviles, como su cuerpo acribillado por perdigones. El uniforme que llevaba estaba manchado de la sangre que le brotaba del costado y tras la puerta, cuando alzó la vista encontró a su hijo, con la escopeta de Andrés en las manos. 

—¿Qué has hecho hijo?, ¡pero que has hecho!—repetía Luisa sin parar. 

—Cumplir con la voluntad de padre. Él me dijo, que si lo mataban cogiera su escopeta escondida bajo la chimenea de la casa de la viña y acabara con el tío Antonio. Padre sabia que esto sucedería. 

Las manos de Luisa temblaban, sentía como el corazón se le escapaba del pecho. Agarró fuerte del brazo a Luis que dejó caer el arma en el zaguán de aquella casa y corrieron hacia a la viña. Ya allí cogieron un petate, algunos racimos de uvas y le puso al pequeño una chaqueta de su padre, para luchar contra aquella fría noche de otoño. Cuando tuvieron todo dispuesto salieron rápidos por el camino. La madre tiraba con fuerza de la mano de su hijo y se fueron perdiendo en la oscuridad que abrigaba aquel viñedo, manchado con la sangre de una guerra absurda entre hermanos. 

Los últimos de la siembra

El burro no dejaba de rebuznar, cuando el sol alcanzaba lo más alto del cielo azul. El animal no había parado de labrar la tierra en todo el día. José decidió darle un descanso. Le quitó los amarres del trillo y se lo llevó a la alberca que tenían cerca de la modesta casa que había en el pequeño terreno. José andaba cansado, ya le pesaban los años, sus manos áridas como la tierra seca, eran el testimonio de una larga vida en el campo. 

Amarró al borrico a una anilla que había en la pared de la casa y andó unos pocos pasos hasta la tapia encalada y pintada de color añil, como la mayoría de casas manchegas del pueblo, aunque estaba algo desconchada. Cogió dos cubos que había allí apoyados, los llenó de agua y se los puso bajo la boca a la dócil bestia. Retrocedió hacia la tapia buscando el botijo de barro que había allí al cobijo de la sombra y lo empinó para saciar su sed con un trago de agua fresca. Sacó del bolsillo de su camisa un cigarrillo y con un par de palmadas sobre el sucio pantalón, encontró el mechero y prendió el cigarro mientras contemplaba la siembra. 

—Tenemos que aligerarnos Pepe, así no terminamos hoy—le dijo al borrico. 

Mientras el animal agachaba el cuello para llegar al agua que tanto deseaba. José le acarició el  peludo y áspero lomo y con una sacudida le espantó las moscas que lo molestaban. 

—Desde que murió Carmen los años me van pesando mas ¿verdad Pepe?, ¡Pero que me vas a decir tú!—exclamó José mientras le abría la boca al equino—tu boca no engaña y tu ya tienes una pila de años encima, pero sigues cumpliendo como el primer día y eso hay que agradecértelo Pepe, eres de los pocos que no se han ido de este pueblo. 

El burro se giró hacia él y acercándose a José, frotó su cabeza contra el hombro del hombre. José le miraba la boca, mientras le enseñaba los dientes amarillentos de entre los que salía un olor intenso y algo molesto si se olía de cerca, pero José estaba ya acostumbrado a él. Lo agarró del bocado y lo condujo hasta un olivo donde lo amarró y el viejo se sentó sobre un tarugo que había bajo la sombra de aquel árbol. 

—¿Te ha llamado a ti Juan?—mirando al burro—llevo meses sin saber de él. Desde que se fue a Madrid vive para el trabajo y no se acuerda de su padre. ¿Tú lo entiendes?, porque yo no. 

José se levantó y comenzó a andar de un lado a otro frente al burro.

—Estoy perdiendo el juicio, pero como lo vas a entender tu, si eres un simple borrico, pero me da igual, me da igual, ya que no puedo hablar con mi hijo, pues tendré que hablar contigo, aunque no me vayas a contestar. Es que si no me voy a volver majareta, tanto tiempo sin cruzar mas que algún saludo con la poca gente del pueblo. ¡Que cada vez quedamos menos!.

Volvió a rebuznar el burro y José le soltó la guita que le amarraba a aquel olivo.

—Todos se van del pueblo—le gritaba al animal— el otro día lo hablaba con el vecino, que también me dijo que se iba del pueblo. Una pena la verdad, cada vez quedamos menos aquí, mucha tierra que labrar y poca gente que quiera cuidar del campo y no lo entiendo, no lo entiendo, si con un pedazo de tierra y un par de animales tienes comida para todo el año, nada de grandes lujos, pero se puede vivir. 

Se paró en seco delante del hocico de burro y le cogió con las dos manos la cabeza. 

—El vecino me ha dicho que se va con su hija al sur, a mí Juan nunca me ha dicho de ir a Madrid. Lo más al norte que he estado fue en Toledo y porque nos llevaron para un mitin de esos que los políticos hacen para pedirte el voto. Obviamente el acto era socialista. Aunque yo nunca voto, son todos iguales. Pero el Felipe ese me parece un buen tipo. 

Se acercó a las largas orejas del borrico y le murmuró. 

—Bueno espero que a Juan le vaya bien, le enviaré algo de queso y vino de la bodega del pueblo, que sé que le gusta, a ver si así levanta el teléfono y me llama. 

José fue al chamizo que había al lado de la casa y cogió un poco de alfalfa y heno y se lo dio a Pepe. 

—Tu eres mi única compañía Pepe y yo echo mucho en falta a Carmen. A veces, cuando voy a la cocina, espero encontrármela allí o ayudándome en las tareas del campo, porque ahora que hablan de tanta igualdad Pepe, yo a Carmen la he tratado más que bien, no hemos tenido una voz más alta que la otra y la he querido como a nadie. Tu lo sabes bien, ella te trataba con más cariño que yo cuando se ponía a labrar la tierra contigo. Lo único que no me gustaba era que se despertara antes de que saliera el sol, por eso venía yo en avanzadilla, antes de que rompiera el día. 

El agitado monologo que le estaba contando a Pepe, le removió los recuerdos y aceleró su corazón. A José le costaba respirar y en un abrir y cerrar de ojos, se vio bajo los pies del animal que lo miraba fijamente. Mientras José expiraba su último aliento en el suelo, una sombra se le acercaba a paso ligero. 

—Padre, padre—dijo una voz. 

—Carmen, Carmen—exhaló José. 

Volverá la primavera

El letargo ha tomado la ciudad, el miedo y la desesperanza se camuflan hoy en la gente y estos no son más que los sentimientos latentes estos días de cuarentena, con una Cuaresma que se apaga en las calles, pero que sigue presente en los hogares, en una primavera que acaba de empezar y que ya es una “primavera perdida”. 

Sevilla vive una hibernación, un impasse que Morfeo ha querido dormir, donde su gente, hace sonar desde los balcones, los sonidos de las añoranzas que tendremos todos este año, suena la voz de un sevillano pregonando a la Semana Santa de Sevilla, el Pali cantando a una feria de abril que se pierde, mientras el azahar se apaga y las túnicas vuelven enojadas a los armarios, pero la ciudad de la Esperanza, sabe que esto no es más que un bache del cual saldrá más victoriosa, la “Muy noble, heroica, leal, INVICTA y Mariana ciudad de Sevilla”. 

Sevilla sabe, Sevilla lo sabe, que volverá la primavera y sabe que va hacer del otoño sus noches de farolillos, sabe que su Semana más Santa se ha esfumado este año sin ver una nube gris en el cielo, pero sabrá celebrarla alrededor de una estampa iluminada por una vela en familia, que recoge la fe y el sentimiento de una ciudad que le pide a la de los ojos grandes. Volverán las velas a iluminar una noche de Martes Santo en la plaza de San Lorenzo, volverá el ruan y volverá el esparto, volverá el incienso y la bulla, volverá el Señor a la calle y volverá ella, volverá la que define a la perfección lo que es Sevilla, porque con ella, volverá el alboroto a Parras y volverán las plumas y las corazas de las legiones de Pilatos, volverá la Esperanza y rebosará las calles de Sevilla. Y como no, volverá el culto a las iglesias y volverán las reuniones de amigos a la puerta de las tabernas, haciendo de estas, sus templos más personales, donde el oro que se bebe nos alegrará las noches, recordando cómo fue aquella primavera en la que Sevilla se durmió. 

Tardes de café en alguna esquina de la Alameda, noches de caracoles por los callejones de la Alfalfa, guitarras por el Salvador y paseos por la vega del río, en una primavera loca, estúpida, absurda, que se pierde, que se esfuma y que acaba de empezar, pero que coge carrerilla y que se arroja para volverse a vestir de albero un Domingo de Resurrección,  ya que Sevilla no es un toro manso, Sevilla es un Miura, que no da la batalla por perdida y que sabrá hacer del otoño su primavera, porque es la torre más fuerte, por lo que no lo dudéis que a Sevilla volverá la Primavera.